El kaleidoscopio es un instrumento compuesto por un tubo que contiene en su interior tres espejos y en un extremo dos láminas de vidrio entre las cuales hay varios objetos de figura irregular. Al observar por el extremo opuesto mientras se va volteando el tubo, miles de imágenes simétricas, infinitas e irrepetibles aparecen fundamentadas en el principio de la reflexión. La multiplicidad de aspectos, intereses, gustos, ideas, cambios, imágenes, formas y figuras que conforman mi vida se funden metafóricamente en un kaleidoscopio. Te invito a ver y a leer una parte de lo que puedes observar a través de mí.

lunes, 2 de marzo de 2015

Mientras la inercia se apodera de mi sonrisa, se respira que es la última vez. Detallas los rincones de mi casa con nostalgia. Tú atesorando cada espacio en el que himos historia, yo por mi parte la última foto.

viernes, 24 de octubre de 2014

Rimmel

El rimmel derramado en la almohada, sus manchas de Rorschach

jueves, 13 de junio de 2013

Cuento corto

Había una vez un grupo de gente con el corazón parestésico. ¿Se sintió?. FIN

sábado, 11 de mayo de 2013

Cosmogonía patriarcal

El universo acaba estrellas, suspendidas, en expansión. Se miran en el mar confundiéndose con su reflejo. Se vuelven plancton y bioluminiscencia. Pero, si “el agua es el semen del universo”, entonces, mujeres de la tierra, ante la cosmogonía patriarcal, el cielo es un útero con orgasmos electromagnéticos de aurora boreal. Collage digital que hice para clases

lunes, 11 de junio de 2012

Expresionismo

Sobre mi desrealización y su expresionismo

miércoles, 25 de abril de 2012

"Somos un pequeño punto azul en el universo"

Mi amiga P y yo compartimos el mismo interés por las estrellas. Hoy ella inició el curso de astronomía que una vez pensamos hacer juntas, pero el horario coincidía con mi trabajo y con mis clases, así que no me pude unir al plan galáctico. Supuse que le habría gustado, pero me llevé una sorpresa cuando me comentó que contrariamente a emoción, lo que había sentido era miedo, vacío y "vértigo" al darse cuenta de lo pequeños que somos y de lo incomprensible que puede llegar a ser el universo. P no puede ver el cielo igual. No lo puede ver igual por saber ahora un poco más -y al mismo tiempo menos- sobre su funcionamiento. Yo le dije que en mi caso es esa sensación la que genera en mí una atracción hacia los planetarios, lugares llenos de misticismo a los cuales les tengo un respeto casi fetichista por expandir mi conciencia celeste.

Entonces fundo en una analogía la proyección de un planetario y la proyección cinematográfica. Por un lado, el acto físico de ver en una superficie un haz de luz emanado por un artefacto, por otro lado, mirar, percibir y comprender el movimiento, nuestro movimiento, nuestra "realidad" -recalco el entrecomillado- entre otras cosas que me hacen recordar a Deleuze. Pero mi analogía va más allá de la obvia. En este caso, a propósito de lo relatado antes, se trata de la sensación de P, muy parecida a la que sientes cuando comienzas a leer y a estudiar cine. Se desenmascara todo el proceso que conlleva el hecho de hacer un film. Desde ese día dejas de ver al cine como un espectador común y una parte de la magia se rompe ante el conocimiento de todo el aparataje artificioso. Aún así, sigues queriendo ver y hacer cine. Aún así, quieres ver las estrellas una y otra vez.

Somos un pequeño punto azul en el movimiento, en movimiento. Sólo hablo de burbujas que se rompen.

martes, 6 de marzo de 2012

La breve historia de Ultramarina, la Breve



Esta es la historia de Ultramarina, la bicicleta. Ella había sido la elegida luego de ver montones de su especie en Mercadolibre. Era la más linda, azul metalizada. No tenía el turquesa soñado, pero azul es azul al fin. La velocidad con la que hice click en "comprar" era directamente proporcional a mi emoción, aún conociendo un posible riesgo, pero que siempre me negué a aceptar. Como es usual en mi, la expectativa es la que lleva todas las de ganar. Veía las fotos de la bicicleta una y otra vez, cada vez que podía. Me imaginaba ridículamente -sí, y en cámara lenta para más clichés y añadiduras- paseando por las bicisendas de la ciudad. Había decidido ponerle Ultramarina, por el pigmento azul presente en la composición de una roca llamada lapislázuli, palabra que conocí en una de mis investigaciones kaleidoscópicas.

El momento llegó y bajé corriendo a recibirla. Era una bici hermosa, la probé un rato. El vendedor me dijo que una bici era como una prenda de vestir. No todas las bicis se ajustan bien a la ergonomía de tu cuerpo o a tu contexto. Todo iba bien hasta que llegó el momento de encontrarme con aquello que ya sabía: el ascensor. Y es que tuve que llamar al encargado del edificio para poder subirla en el viejo elevador de unos ¿60cm x 60cm?, de puertas corredizas -como la mayoría de los ascensores en Buenos Aires-. Ya levantarla de caballito sin estropear sus sesentosos guardafangos metalizados era una proeza para esta bici Retro Superpremium, como se hacía llamar en Mercadolibre antes de que fuera mía. Le dimos todas las vueltas posibles para que pudiera entrar. El manubrio así, la rueda para acá, volteada hacia allá, la cesta aquí. Cada movimiento debía estar matemáticamente calculado para evitar rayarla o dañar el ascensor del edificio donde alquilo, lo cual se imposibilitaba entre el peso de la bici, las puertas del ascensor y mi aptitud física que no es precisamente la mejor. Finalmente entró, con la rueda colocada horizontalmente contra el espejo y la cesta hacia mi pecho, mientras yo sostenía la respiración y el encargado marcaba el 9. Aquella imagen me decía que la bici tenía ganas de safarse por su prolongación en el reflejo.

Llegué a mi casa al fin, un pequeño monoambiente en el que conviven la heladera, la cocina, la cama, la mesa, todo en el mismo lugar. Donde pusiera sus dos ruedas ella se volvía la feliz dueña, pero eso disminuía las funciones básicas de otro elemento presente en mi espacio -gavetero, heladera, horno, todos sin poder abrir-. Por fin di mi brazo a torcer, acepté que sus dimensiones no eran como las imaginaba. La realidad resultaba mucho más grande. Aquello no podía ser, pero yo la quería. Sí la quería. Así Ultramarina estuvo un par de horas en mi casa. Mientras yo decidía qué hacer, me subía a ella, le tomaba fotos, colocaba cosas en su canasto.

Recordaba que el vendedor había dejado abierta la posibilidad de una devolución, como en una especie de acción premonitoria. Con un dolor inexplicable lo llamé. Le dije que la bici era maravillosa, pero que no podía tenerla en casa y que, como él me había dicho, no se adaptaba a mi contexto. A las 8:00 pm llegó él, subió a mi casa y me ayudó a bajar la bici. "Tenés razón, ni un Superhéroe puede bajar y subir esta bici todos los días en este pequeño ascensor" me decía, mientras los veía bajar por la ventanilla. No se necesitaba un Superhéroe para aquella Retro Superpremium, sólo necesitaba un espacio mejor.

Llegamos a la puerta de la entrada, me despedí de ella aunque no quería, la miraba aun cuando el vendedor me hablaba sin escucharlo con la dispersión que me caracteriza. Se fue con las mismas ruedas nuevas sin usar, sin rodar. Así se convirtió en Ultramarina, la Breve. Me di cuenta de mi pequeño gran error de previsión, del apego que uno puede generar hacia las cosas por más breves que estas sean. Además no siempre todo lo que es lindo es necesariamente lo más práctico o funcional y que hay algunas bicicletas que aunque uno quiera que entren en el ascensor, jamás entrarán.