Así pase el tiempo durante ocho estaciones, hasta que al llegar a la novena y el tren se detiene, el sujeto que se encuentra a mi lado se coloca de pié. Repentinamente parece caerse y se sostiene de mi regazo hasta que logra estabilizarse y salir del vagón. No le doy mayor importancia y continúo inventándome historias de las caras nuevas.
Cerca de la estación destino, tomo mi cartera y levanto mi suéter… encuentro un par de zarcillos sobre mi falda. Lo reconozco, por un momento dudé en tomarlos, pasaron por mi cabeza las miles de cadenas que envían por correo sobre los volantes con burundanga, sobre “el polvito” que te soplan encima sin que te des cuenta, los comentarios de algunos amigos “¿estás loca? los hubieses botado, ¿no has leído las cadenas?”. Me detuve a pensar sobre la paranoia y la desconfianza colectiva que genera en las personas ese tipo de cadenas, de la cual pensé nunca sería víctima -hasta ese día ja-.
Finalmente tomé los zarcillos y los guardé en mi cartera con una sonrisa en mi cara. Realmente no sé si los debí haber tomado o no, pero mientras yo caía en la paranoia obviaba el detalle que había tenido el sujeto que simuló caerse, quien tal vez, como yo, se había imaginado alguna historia sobre mí y pensó que me gustarían los zarcillos que había hecho regalándomelos.
Fue un lindo detalle, de esos con los que te encuentras pocas veces en la vida y que te alegran el día, mientras vives en una ciudad paranoide.